En su discurso como Orador Invitado de la Ceremonia de Egresados de Licenciatura, el reconocido escritor Alberto Ruy Sánchez Lacy se pregunta qué nos une en el fondo como egresados Ibero. Responde que un fantasma "Desde mi perspectiva en el tiempo nos une un fantasma. Una presencia que he logrado observar también en Colegios y en otras universidades jesuíticas en el mundo. Lo curioso es que está presente incluso sin que esas universidades se comuniquen entre sí"
Te invitamos a leer el relato completo:
Discurso de Graduación / UIA
27
de febrero 2016
Señor
Rector, miembros del presídium,
profesores
e investigadores, trabajadores de la Universidad,
padres
de los alumnos y alumnos que hoy se gradúan:
Agradezco
especialmente la distinción que me hacen con esta invitación a estar hoy con
ustedes y compartir estas palabras. Lo vivo como un don que me ofrecen, como un
regalo de felicidad. Y todos tenemos derecho a la felicidad, más allá de todo
mérito siempre relativo y discutible. Muchas gracias.
El
género del discurso de graduación, o “discurso del comienzo”, como lo llaman en
otras lenguas desde hace algún tiempo, tiene como una de sus características
más tenaces, a un viejo, supuestamente notable, también hay mujeres por
supuesto, que levanta el dedo y da consejo e inspiración a los alumnos que en
el umbral de una nueva vida estan convirtiéndose en ex alumnos.
Como
no soy disciplinado pero sí muy obsesivo me puse a leer y escuchar muchísimas
de estas ceremonias de parto simbólico. Hay de todo: una escritora se alegraba
irónicamente de no recordar nada del discurso de graduación que una filósofa
famosa le dio cuando ella se recibió porque así dejó de preocuparse de ser ser
ella misma una mala influencia en los graduados a los que se dirigía. Otro se
alegraba de haber abandonado la escuela porque sólo así logro los éxitos que lo
llevaron a ser orador ese día. Es divertido ver en internet, y en una docena de
libros que recogen este tipo de discursos, la lista enorme y variada de
consejos que los viejos somos capaces de dar: Crean en ustedes mismos, sigan
estudiando, sigan siendo rebeldes, gocen, sufran, rían, lloren, apiádense y no
sean egoístas o piensen antes que nada en ustedes. Hay quienes aconsejan que se
fracase bien y bonito para poder triunfar, que se dejen guiar por el azar. Ese
consejo me parece muy bien porque muchas de las cosas más importantes de la
vida se hacen por azar. Y aquí, en la sala de espera del director de la carrera
a la que iba a entrar, el primer día que puse un pie en esta Universidad,
conocí a la mujer que hoy es mi esposa, Margarita de Orellana, y mi cómplice de
trabajo, de proyectos editoriales y culturales y, por supuesto, de todo lo que
da sentido a nuestras vidas, como la realización de nuestros hijos. En esta
Universidad también conocí por azar a otras personas que siguen siendo mis
amigos y mis amigas y cómplices en la vida con una especie de fraternidad
profunda que permanece hasta sin vernos. Y todo, al principio, por un chispazo
del azar.
Pero
hay también en esos discursos quien aconseja a los jóvenes lo contrario, alejarse del azar como de la
peste y que se vuelvan desde ese instante, y todos usan la misma expresión:
“capitanes de su propio destino”. Casi todos se ponen a sí mismos como ejemplo
a seguir. Y dicen a los egresados que no busquen ser empleados sino empresarios
y líderes o lo contrario, que aprendan a ser parte anónima de un equipo. Que no
busquen la fama y el poder o que la busquen decididamente, los más prudentes la
recomiendan en forma de respeto público. Se aconseja con mucha frecuencia y
mucha razón que transformen su mundo, que tengan un claro compromiso social
desde cualquier trinchera, que hagan avanzar a su país y a sus familias. Que no
sean conformistas.
Me
he encontrado discursos de principio de siglo, en una facultad de medicina, que
aconsejan a los jóvenes que cuiden su salud evitando los chiflones. Otros que
no beban y no usen drogas y no fumen y que se vayan por la sombrita. Hay un
discurso famoso que se llama “No dejen de usar protector solar”. Y otro, de una
muy simpática escritora nigeriana que se titula “Todos deberíamos ser
feministas”. Hay quien trata a sus alumnos como muertos y les dice al final, en
una evidente paráfrasis: “Levántense y anden”. Hay oradores que hacen milagros,
no cabe duda. A ninguno le falta razón ni buenas intenciones.
Mientras
me preparaba leyendo y escuchando todos estos discursos, algunos muy buenos y
divertidos, me llené de una sensación extraña al oírlos y que no identifiqué de
inmediato pero que después localicé en el tiempo, en un tiempo lejano. Era la
sensación de incomodidad y cierto disgusto rebelde que yo tenía como alumno de
esta misma universidad cada vez que alguien levantaba el dedo y, como posesor de
la verdad, nos decía lo que sin duda ni objeción teníamos que hacer. Me
chocaban ese tipo de consejos un poco vanidosos que a pesar de su verdad se
pudrían en esa mezcla de arrogancia e ingenuidad que tiene toda punta del dedo
levantado.
Por
eso hoy trataré de no darles consejos. En cambio quiero contarles una historia.
Así cada quien puede tomar de ella lo que pueda o le convenga o le sirva o
inspire o, si tengo suerte, tal vez le entretenga estos minutos. Es una
historia de fantasmas, de locura y aventuras. Sólo la resumo.
***
Esta
historia surge de una pregunta: ¿Qué nos une en el fondo a ustedes que egresan
hoy y a mí, que me recibí en esta misma universidad hace tantas décadas? Salí
de aquí en 1975. Hagan cuentas.
Desde
mi perspectiva en el tiempo nos une un fantasma. Una presencia que he logrado
observar también en Colegios y en otras universidades jesuíticas en el mundo.
Lo curioso es que está presente incluso sin que esas universidades se
comuniquen entre sí. Ayer le preguntaba a un amigo, un sabio exalumno también
de esta universidad, Alfonso Alfaro, ¿cómo es posible eso? Me dijo, “porque es
algo que está en el ADN de la Universidad y los Colegios, no en un boletín
administrativo.” Y es aquí donde entra nuestro fantasma.
Es
muy probable que ustedes hayan oído hablar del Quijote y algunos hasta lo han
leído. La idea principal muy simplificada es la de un hombre que, encerrado en
su casa lee muchísimas novelas de caballerías y en su delirio se lanza al mundo
creyéndose un caballero andante. Pelea con los molinos como si fueran gigantes
y muchas otras cosas. El Quijote es emblema del hombre idealista que se enfrenta
al mundo. A pesar de una realidad que lo contradice, su épica de ideales
desbordados sigue en marcha. En contrapunto constante viaja con Sancho, su
asistente, que es una especie de principio de realidad. Que no lo frena ni
logra disuadirlo sino que nos muestra, a los lectores, la profundidad de altura
de su sueño, de su delirio, de su proeza. Y no olvidemos que en la novelas de
caballería que inspiraron hasta el delirio al Quijote, lanzarse a cometer una
hazaña, a rescatar a la princesa, a rescatar el cáliz mágico, se llamaba “montar
una empresa”.
Bueno,
en la primera mitad del siglo XVI hubo un hombre joven noble y ambicioso, un
militar herido gravemente defendiendo a la ciudad de Pamplona contra los
franceses, que se vio obligado a pasar su larga convalescencia encerrado en un
castillo. Una bala de cañón le había pasado entre las piernas destrozándolas.
Tuvo varias intervenciones muy dolorosas y la recuperación fue muy larga. Como
no tenía mucho que hacer sino reestablecerse buscó en la biblioteca del
castillo divertirse leyendo libros de caballería. Algunos ya le fascinaban y
alimentaban desde mucho antes. El Amadís
de Gaula era un bestseller de esa época. Con ese libro y otros similares el
joven noble había nutrido su sed de honores y glorias militares, conquistas de
princesas y de reinos. En ellos también había aprendido a abandonarse y soñar
despierto. Y a resolver en sus sueños, como él dice, “cosas dificultosas y
graves.”
Pero
en aquel castillo de sus piernas rotas no había sino libros con historias de
santos. Se pasó entonces un tiempo enorme leyendo con admiración todo lo que
habían hecho los santos y, como lo cuenta en su Autobiografía, dictada un par de años antes de morir, cada vez que
leía que tal santo fue a Jerusalén y logró esto o aquello, se decía a sí mismo:
yo también puedo. “Santo Domingo hizo esto, yo lo tengo que hacer. San
Francisco hizo esto pues yo lo tengo que hacer.”
Sus
ensoñaciones de caballero andante se combinaban en sus horas de convalescencia
con sus ensoñaciones de santo andante.
En ambas realizaba cosas difíciles y graves. Pero se dio cuenta de que
al regresar de las primeras, de las mundanas, por más heróicas que fueran, se
sentía triste, “seco y descontento” y de las segundas muy satisfecho y alegre.
Pensó que en sus primeras divagaciones, las que lo dejaban triste, se agitaba
el espíritu del demonio. Lo describe su amanuense, de pronto iluminado por esa
experiencia: “Y cobrada no poca lumbre de aquesta lección, comenzó a pensar más
de veras en su vida pasada y en cuánta necesidad tenía de hacer penintencia de
ella. Y aquí se le ofrecían los deseos de imitar a los santos…”
Párrafo
a párrafo fue creciendo en él un intenso deseo de transformar de pies a cabeza
su vida de militar y de noble, abandonar su riqueza por una sencillez más
lúcida y lanzarse a transformar el mundo material y espiritualmente: el deseó ser
un santo. Como los de sus libros, mejor que los de sus libros. Y lo hizo. Se
llamaba Ignacio de Loyola y una parte importante de su idea de cómo transformar
al mundo, de cómo hacer del mundo un lugar mejor fue una idea de la educación
formulada con inmenso rigor y pasión.
Como
alternativa a la idea medieval de Universidad creó la idea moderna del Colegio.
En ella se sumaba de manera inédita una enorme curiosidad científica
renacentista con una pasión por las artes, una profunda preocupación real por
el mundo en toda su extensión pero también por los habitantes del mundo. Una
verdadera preocupación inédita por eso que ahora llamamos derechos humanos. Y, muy
principalmente, porque sería el conducto de todo lo anterior, una idea
pedagógica de avanzada. Algo que llamó un “deber de inteligencia” que
transformó el rumbo del conocimiento, de las sociedades y de las artes en el
mundo occidental pero también en Asia y en América.
Porque
el delirio quijotesco de Ignacio de Loyola, su inmenso ideal fue, además, un
delirio contagioso. Y formó una Compañía entera para su nueva misión en el
mundo. Un ejército de Quijotes. Imagínense lo que significaba ser misioneros en
el desierto del norte de México y en la actual Arizona. Como lo fue el Padre
Kino. Aún ahora sus misiones están en lugares de acceso muy difícil. Hubo también
utopías sociales muy exitosas que crearon bienestar inédito en poblaciones de
regiones selváticas de América del Sur.
Pero
lo mismo se lanzaron a la India y a China. El mejor amigo de Ignacio de Loyola
y cofundador de la orden, Francisco Xavier, aprendería Tamil y convertiría
indios en Goa y sus alrededores hasta agotársele los brazos, según contaba. Y escribió
unas cartas a sus compañeros de delirio que se convirtieron en una verdadera
novela de aventuras contra los demonios de la adversidad.
Pocas
décadas después el jesuita Matteo Ricci logró lo que ningún occidental había
hecho, ser habitante de la Ciudad Prohibida en la corte del Emperador Chino.
Fue aceptado por su sabiduría científica. Durante los treinta años que duró su
misión introdujo la ciencia occidental en China y aumentó considerablemente el
conocimiento de China en Occidente. Fue cartógrafo y matemático y astrónomo. Inventó un método para recordar relacionando
cada conocimiento con un espacio físico. Eso se llamó El Palacio de la Memoria. Es impresionante que a pesar de todos los
cambios que conoció China en los siglos su legado sigue vivo y el actual
Instituto jesuita de estudios Chinos en Pekín, o Beijing, alberga la mayor
biblioteca internacional sobre ese país. Cuando uno entra a ese lugar, que está
en medio de un edificio moderno, el pasillo reproduce o más bien conserva un
callejón de los que ya fueron destruidos en la ciudad, un hutong. La gente que entra ya desde el primer paso aprende algo
antes de que se lo digan o de que lo lea. Hay un rincón tibetano con banderines
que son ofrendas y plegarias y otro con cerámicas a la mano, algunas tan
antiguas como de tres mil años. Y ese es uno de los principios de la educación
jesuítica, aprender con todos los sentidos.
La
idea ya está en Los ejercicios
espirituales de San Ignacio, que marcó al arte de toda una época y dio al
barroco una razón de existir trascendente y que es donde se aprende cómo llegar
a Dios a través de todos los sentidos. Pero se extiende a una idea pedagógica
general en la que todas las artes importan. Todo comunica y enseña. Muy pronto
hubo miles de jesuitas en el mundo y en el momento de la muerte de San Ignacio
ya había más de cien Colegios. Muy pronto varias Universidades.
La
idea de no estar subordinados a un solo rey fue posible al crearse como una
orden, una sociedad, que obedecía antes que nada al Papa. Eso les dio una gran
independencia que nunca dejó de crear incomodidad en los poderes de los reyes de
su tiempo. Y casi como un producto lógico de ese espíritu fue creciendo la idea
de volver independientes a los países colonizados del mundo. Incluyendo por
supuesto a este país.
El
primero en usar la palabra Mexicano para designar a todas las clases sociales
de todos los orígenes y de todas las razas, y no tan sólo a los de origen náhuatl,
fue un jesuita y lo hizo cuarenta años antes de la guerra de independencia.
Francisco Xavier Clavijero. Su libro principal sobre México fue fundador de una
idea de nación como confluencia donde el reto mayor, la osadía mayor no era vencer
y matar sino atreverse a estar de acuerdo.
Pero
tuvo que ser terminado en el exilio, con su autor perseguido por los poderes. En
él se hace evidente como había ido madurando hasta de manera implícita un
proyecto de Independencia sin guerra. En una Nueva España donde los colegios se
entrecruzaban con las haciendas y las misiones, y se tendía a la conformación de una élite
preocupada por crear pluralidad y, sobre todo, confluencia de esa pluralidad se
creo un gran proyecto de sociedad.
Pero
233 años después de su fundación, en 1767, un rey convenció a un papa débil y
todo ese proyecto fue reprimido, anulado, expulsado, no sólo de México sino de
casi todo el mundo. La orden de la Compañía de Jesús fue suprimida a la misma
hora en todos los países y todos los jesuitas, con las pertenencias que tenían
en la mano, arrestados y expatriados. El proyecto de sociedad, de ciencia, de
arte, y de civilización barroca
impulsado o más bien formulado por el impulso jesuita fue abortado. Hubo
incluso un proyecto de ciencia tan avanzado que, de no haber sido clausurado
por los poderes de su tiempo, la física cuántica hubiera sido descubierta
siglos antes inspirándose en la ciencia deductiva del jesuita Atanasius Kircher.
Imaginen
lo que, desde el punto de vista de los recursos materiales y espirituales de un
país hubiera sido ahorrarnos un siglo de guerras y que en vez de festejar ahora
como héroes a hombres armados festejáramos en su centenario a pedagogos,
emprendedores, luchadores de derechos humanos, científicos y artistas.
Bueno,
ese espíritu, ese fantasma, esa aventura de transformación del mundo es el que
está en el ADN de esta Universidad y es parte del fantasma que ustedes y yo
compartimos. Es el mismo fantasma que hizo a mi bisabuelo, sonorense de finales
del siglo XIX y principios del XX desear que sus hijos tuvieran la mejor
educación posible y llevarlos en un largo viaje al Colegio jesuita más cercano,
en la ciudad de Saltillo. A un Colegio construído como himno a la restauración
de la Compañía y que por eso lleva en la portada, sobre un friso de piedra, una
imponente Ave Fénix. Símbolo de nuestro fantasma renaciendo de sus cenizas.
Cuando muchos años después, ya casado y con hijos mi abuelo emigró con su
familia de Sonora en los años cuarenta se afincó un tiempo en Guadalajara y por
eso mi padre estudió en el Colegio Jesuita que se llama Instituto de Ciencias. Y
finalmente yo estuve en el Instituto Patria de la ciudad de México. En la
familia había, sin decirlo y sin saber cómo formularlo, la sensación tremenda
de compartir algo adquirido en esos colegios y que no es una idea abstracta. De
nuevo nuestro fantasma. Para nosotros tenía que ver con un aprecio mayor de la
verdad sobre el poder, del conocimiento sobre la riqueza, de la creatividad
incesante como valor mayor.
Ayer,
de casualidad encontré en la Feria del Libro del Palacio de Minería, en la
presentación de un libro importante sobre Clavigero, a un ex rector de la
Universidad, Enrique González Torres. Y, obsesivo en la búsqueda de nuestro
fantasma, le pregunté si creía que hubiera algo en común en las instituciones
educativas jesuíticas. Me confirmó inmediatamente su impresión de que sí.
Aunque no lo tenía formulado. Y lo mismo me dijo hace unos minutos nuestro
rector David Fernández Dávalos. Insistí en pedirle que tratara de hacer una
formulación, aunque fuera aproximada, de eso que habita estas paredes, eso que
nos habita y que tiene que ver con el ideal fundacional ignaciano. Me hizo una
lista breve de principios íntimamente entrelazados:
Se
procura, me dijo:
a.
El bien de los alumnos, su excelencia.
b. El esplendor de la ciencia, del conocimiento.
c.
El bien de la comunidad. Porque estamos rodeados de lo contrario, desigualdad e
injusticia.
d.
La idea de trascendencia de todo lo anterior (porque eso le da sentido a la
vida). Quienes creen pueden llamar a eso: Ad
Maiorem Dei Gloriam, Para la mayor gloria de Dios, como dice el lema de la
Compañía.
Y
algo muy importante también, concluyó el ex rector como colofón:
e.
Una absoluta libertad de pensamiento y de expresión.
***
Es
interesante que de una u otra manera los lemas de los colegios jesuitas parecen
derivarse de esos principios. En el de mi colegio se enfatizaba la búsqueda de
la excelencia: Quo mellius Illac:
Hacia lo mejor. En esta Universidad se sostiene con una cita evangélica que “La
verdad nos hará libres”. En todos los escudos escolares, abajo o arriba del
lema, aparecen las imágenes principales del escudo de nobleza de la Casa de
Loyola: Dos lobos rampantes a los lados de una olla. Esas imágenes están en la
palabra misma LO (lobos) YOLA (y olla).
En
la heráldica tradicional, la ciencia de los escudos, los lobos suelen ser
signos de audacia. Y la olla o el caldero, uno de los utensilios más antiguos,
es símbolo de tener casa pero también de las transformaciones que ocurren al
fuego, en el interior de la olla. Es con fecuencia símbolo de sabiduría
adquirida, cocinada y símbolo de luz. ¿No vimos hace un momento que cuando a
Ignacio de Loyola le iluminó una idea brillante eso fue descrito como “cobrar
lumbre” de una lección? Cobrar lumbre, la olla al fuego adquiriendo luz. Hasta
en Tolkien, el autor de El Señor de los
Anillos, hay un mago que cocina dos sopas: en un caldero luz dorada y en
otro luz plateada.
El
fantasma quijotesco que nos une lleva este escudo enigmático con el que nos
habla y que podemos leer también como el reto de ser doblemente audaces y
buscar la transformación de nosotros mismos y de los otros, buscar la luz. Eso
es parte de lo que nuestro fantasma llamó en vida, como mencioné, “un deber de
inteligencia.”
Dije
que no les daré consejos. Y me doy cuenta de que eso también tiene que ver con
una idea jesuítica de que hay cosas de la vida que no se enseñan pero sí se
aprenden. Y con todos los sentidos. Las artes y hasta las ciencias y sobre todo
las tecnologías funcionan así. Los artesanos aprenden del maestro artesano
viéndolo trabajar y haciendo su propio método y camino en el oficio. Hasta los
instrumentos a la medida de su mano tiene que hacer cada quien. Los del maestro
no sirven para todos. Son para su cuerpo. Nosotros tenemos que hacer los
nuestros a la medida de nuestras manos. Así cada uno de ustedes hoy tendrá que
comenzar a hacerlo. Lanzarse a la vida es una de esas cosas que difícilmente se
enseñan pero que necesariamente se aprenden. Adelante, es su turno.
Para
concluir regresemos a nuestro escudo con sus lobos audaces y su olla de luz.
Una idea fundamental en la educación jesuítica es entonces añadir luz. Eso
tiene que ver con la constante educación de las élites que han hecho los
jesuitas a lo largo de los siglos. Tan criticada por muchos. En los setentas se
cerraron algunos colegios y se dejó la educación de los jóvenes que pronto
tendrían poder de decisión en otras órdenes que no están habitadas por ese
fantasma y no tienen en su ADN estos principios. Un comentarista, Diego
Petersen, escribía hace poco en un periódico que el auge de la violencia y de
los narcos en Monterrey por ejemplo, y en otras ciudades de nuestro país tenía
que ver con el hecho de haber abandonado la educación de las élites a quienes
los educan llanamente en el egoísmo.
Quienes
hemos pasado por los colegios jesuitas sabemos algo fundamental: los
privilegios ciegan. Todos los privilegiados, incluyendo a los que hemos sido
becados, tenemos que añadir luz a lo que vemos porque no vemos bien. Es nuestro
“deber de inteligencia”. Y una vocación de los colegios jesuitas ha sido
siempre mostrar la necesidad de esa luz. De esa lucidez: un reto permanente que
les invito a hacer suyo. Qué conste que no es consejo, es un desafío vital.
Muchas
gracias.
Alberto RUY SÁNCHEZ
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