miércoles, 2 de marzo de 2016

UN FANTASMA CON DOS LOBOS Y UNA OLLA

En su discurso como Orador Invitado de la Ceremonia de Egresados de Licenciatura, el reconocido escritor Alberto Ruy Sánchez Lacy se pregunta qué nos une en el fondo como egresados Ibero. Responde que un fantasma "Desde mi perspectiva en el tiempo nos une un fantasma. Una presencia que he logrado observar también en Colegios y en otras universidades jesuíticas en el mundo. Lo curioso es que está presente incluso sin que esas universidades se comuniquen entre sí" 

Te invitamos a leer el relato completo:


Discurso de Graduación / UIA
27 de febrero 2016


Señor Rector, miembros del presídium,
profesores e investigadores, trabajadores de la Universidad,
padres de los alumnos y alumnos que hoy se gradúan:

Agradezco especialmente la distinción que me hacen con esta invitación a estar hoy con ustedes y compartir estas palabras. Lo vivo como un don que me ofrecen, como un regalo de felicidad. Y todos tenemos derecho a la felicidad, más allá de todo mérito siempre relativo y discutible. Muchas gracias.

El género del discurso de graduación, o “discurso del comienzo”, como lo llaman en otras lenguas desde hace algún tiempo, tiene como una de sus características más tenaces, a un viejo, supuestamente notable, también hay mujeres por supuesto, que levanta el dedo y da consejo e inspiración a los alumnos que en el umbral de una nueva vida estan convirtiéndose en ex alumnos.

Como no soy disciplinado pero sí muy obsesivo me puse a leer y escuchar muchísimas de estas ceremonias de parto simbólico. Hay de todo: una escritora se alegraba irónicamente de no recordar nada del discurso de graduación que una filósofa famosa le dio cuando ella se recibió porque así dejó de preocuparse de ser ser ella misma una mala influencia en los graduados a los que se dirigía. Otro se alegraba de haber abandonado la escuela porque sólo así logro los éxitos que lo llevaron a ser orador ese día. Es divertido ver en internet, y en una docena de libros que recogen este tipo de discursos, la lista enorme y variada de consejos que los viejos somos capaces de dar: Crean en ustedes mismos, sigan estudiando, sigan siendo rebeldes, gocen, sufran, rían, lloren, apiádense y no sean egoístas o piensen antes que nada en ustedes. Hay quienes aconsejan que se fracase bien y bonito para poder triunfar, que se dejen guiar por el azar. Ese consejo me parece muy bien porque muchas de las cosas más importantes de la vida se hacen por azar. Y aquí, en la sala de espera del director de la carrera a la que iba a entrar, el primer día que puse un pie en esta Universidad, conocí a la mujer que hoy es mi esposa, Margarita de Orellana, y mi cómplice de trabajo, de proyectos editoriales y culturales y, por supuesto, de todo lo que da sentido a nuestras vidas, como la realización de nuestros hijos. En esta Universidad también conocí por azar a otras personas que siguen siendo mis amigos y mis amigas y cómplices en la vida con una especie de fraternidad profunda que permanece hasta sin vernos. Y todo, al principio, por un chispazo del azar.

Pero hay también en esos discursos quien aconseja a los jóvenes  lo contrario, alejarse del azar como de la peste y que se vuelvan desde ese instante, y todos usan la misma expresión: “capitanes de su propio destino”. Casi todos se ponen a sí mismos como ejemplo a seguir. Y dicen a los egresados que no busquen ser empleados sino empresarios y líderes o lo contrario, que aprendan a ser parte anónima de un equipo. Que no busquen la fama y el poder o que la busquen decididamente, los más prudentes la recomiendan en forma de respeto público. Se aconseja con mucha frecuencia y mucha razón que transformen su mundo, que tengan un claro compromiso social desde cualquier trinchera, que hagan avanzar a su país y a sus familias. Que no sean conformistas.

Me he encontrado discursos de principio de siglo, en una facultad de medicina, que aconsejan a los jóvenes que cuiden su salud evitando los chiflones. Otros que no beban y no usen drogas y no fumen y que se vayan por la sombrita. Hay un discurso famoso que se llama “No dejen de usar protector solar”. Y otro, de una muy simpática escritora nigeriana que se titula “Todos deberíamos ser feministas”. Hay quien trata a sus alumnos como muertos y les dice al final, en una evidente paráfrasis: “Levántense y anden”. Hay oradores que hacen milagros, no cabe duda. A ninguno le falta razón ni buenas intenciones.

Mientras me preparaba leyendo y escuchando todos estos discursos, algunos muy buenos y divertidos, me llené de una sensación extraña al oírlos y que no identifiqué de inmediato pero que después localicé en el tiempo, en un tiempo lejano. Era la sensación de incomodidad y cierto disgusto rebelde que yo tenía como alumno de esta misma universidad cada vez que alguien levantaba el dedo y, como posesor de la verdad, nos decía lo que sin duda ni objeción teníamos que hacer. Me chocaban ese tipo de consejos un poco vanidosos que a pesar de su verdad se pudrían en esa mezcla de arrogancia e ingenuidad que tiene toda punta del dedo levantado.

Por eso hoy trataré de no darles consejos. En cambio quiero contarles una historia. Así cada quien puede tomar de ella lo que pueda o le convenga o le sirva o inspire o, si tengo suerte, tal vez le entretenga estos minutos. Es una historia de fantasmas, de locura y aventuras. Sólo la resumo.

***

Esta historia surge de una pregunta: ¿Qué nos une en el fondo a ustedes que egresan hoy y a mí, que me recibí en esta misma universidad hace tantas décadas? Salí de aquí en 1975. Hagan cuentas.

Desde mi perspectiva en el tiempo nos une un fantasma. Una presencia que he logrado observar también en Colegios y en otras universidades jesuíticas en el mundo. Lo curioso es que está presente incluso sin que esas universidades se comuniquen entre sí. Ayer le preguntaba a un amigo, un sabio exalumno también de esta universidad, Alfonso Alfaro, ¿cómo es posible eso? Me dijo, “porque es algo que está en el ADN de la Universidad y los Colegios, no en un boletín administrativo.” Y es aquí donde entra nuestro fantasma.

Es muy probable que ustedes hayan oído hablar del Quijote y algunos hasta lo han leído. La idea principal muy simplificada es la de un hombre que, encerrado en su casa lee muchísimas novelas de caballerías y en su delirio se lanza al mundo creyéndose un caballero andante. Pelea con los molinos como si fueran gigantes y muchas otras cosas. El Quijote es emblema del hombre idealista que se enfrenta al mundo. A pesar de una realidad que lo contradice, su épica de ideales desbordados sigue en marcha. En contrapunto constante viaja con Sancho, su asistente, que es una especie de principio de realidad. Que no lo frena ni logra disuadirlo sino que nos muestra, a los lectores, la profundidad de altura de su sueño, de su delirio, de su proeza. Y no olvidemos que en la novelas de caballería que inspiraron hasta el delirio al Quijote, lanzarse a cometer una hazaña, a rescatar a la princesa, a rescatar el cáliz mágico, se llamaba “montar una empresa”.

Bueno, en la primera mitad del siglo XVI hubo un hombre joven noble y ambicioso, un militar herido gravemente defendiendo a la ciudad de Pamplona contra los franceses, que se vio obligado a pasar su larga convalescencia encerrado en un castillo. Una bala de cañón le había pasado entre las piernas destrozándolas. Tuvo varias intervenciones muy dolorosas y la recuperación fue muy larga. Como no tenía mucho que hacer sino reestablecerse buscó en la biblioteca del castillo divertirse leyendo libros de caballería. Algunos ya le fascinaban y alimentaban desde mucho antes. El Amadís de Gaula era un bestseller de esa época. Con ese libro y otros similares el joven noble había nutrido su sed de honores y glorias militares, conquistas de princesas y de reinos. En ellos también había aprendido a abandonarse y soñar despierto. Y a resolver en sus sueños, como él dice, “cosas dificultosas y graves.”

Pero en aquel castillo de sus piernas rotas no había sino libros con historias de santos. Se pasó entonces un tiempo enorme leyendo con admiración todo lo que habían hecho los santos y, como lo cuenta en su Autobiografía, dictada un par de años antes de morir, cada vez que leía que tal santo fue a Jerusalén y logró esto o aquello, se decía a sí mismo: yo también puedo. “Santo Domingo hizo esto, yo lo tengo que hacer. San Francisco hizo esto pues yo lo tengo que hacer.”

Sus ensoñaciones de caballero andante se combinaban en sus horas de convalescencia con sus ensoñaciones de santo andante.  En ambas realizaba cosas difíciles y graves. Pero se dio cuenta de que al regresar de las primeras, de las mundanas, por más heróicas que fueran, se sentía triste, “seco y descontento” y de las segundas muy satisfecho y alegre. Pensó que en sus primeras divagaciones, las que lo dejaban triste, se agitaba el espíritu del demonio. Lo describe su amanuense, de pronto iluminado por esa experiencia: “Y cobrada no poca lumbre de aquesta lección, comenzó a pensar más de veras en su vida pasada y en cuánta necesidad tenía de hacer penintencia de ella. Y aquí se le ofrecían los deseos de imitar a los santos…”

Párrafo a párrafo fue creciendo en él un intenso deseo de transformar de pies a cabeza su vida de militar y de noble, abandonar su riqueza por una sencillez más lúcida y lanzarse a transformar el mundo material y espiritualmente: el deseó ser un santo. Como los de sus libros, mejor que los de sus libros. Y lo hizo. Se llamaba Ignacio de Loyola y una parte importante de su idea de cómo transformar al mundo, de cómo hacer del mundo un lugar mejor fue una idea de la educación formulada con inmenso rigor y pasión.

Como alternativa a la idea medieval de Universidad creó la idea moderna del Colegio. En ella se sumaba de manera inédita una enorme curiosidad científica renacentista con una pasión por las artes, una profunda preocupación real por el mundo en toda su extensión pero también por los habitantes del mundo. Una verdadera preocupación inédita por eso que ahora llamamos derechos humanos. Y, muy principalmente, porque sería el conducto de todo lo anterior, una idea pedagógica de avanzada. Algo que llamó un “deber de inteligencia” que transformó el rumbo del conocimiento, de las sociedades y de las artes en el mundo occidental pero también en Asia y en América.

Porque el delirio quijotesco de Ignacio de Loyola, su inmenso ideal fue, además, un delirio contagioso. Y formó una Compañía entera para su nueva misión en el mundo. Un ejército de Quijotes. Imagínense lo que significaba ser misioneros en el desierto del norte de México y en la actual Arizona. Como lo fue el Padre Kino. Aún ahora sus misiones están en lugares de acceso muy difícil. Hubo también utopías sociales muy exitosas que crearon bienestar inédito en poblaciones de regiones selváticas de América del Sur.

Pero lo mismo se lanzaron a la India y a China. El mejor amigo de Ignacio de Loyola y cofundador de la orden, Francisco Xavier, aprendería Tamil y convertiría indios en Goa y sus alrededores hasta agotársele los brazos, según contaba. Y escribió unas cartas a sus compañeros de delirio que se convirtieron en una verdadera novela de aventuras contra los demonios de la adversidad.
 
Pocas décadas después el jesuita Matteo Ricci logró lo que ningún occidental había hecho, ser habitante de la Ciudad Prohibida en la corte del Emperador Chino. Fue aceptado por su sabiduría científica. Durante los treinta años que duró su misión introdujo la ciencia occidental en China y aumentó considerablemente el conocimiento de China en Occidente. Fue cartógrafo y matemático y astrónomo.  Inventó un método para recordar relacionando cada conocimiento con un espacio físico. Eso se llamó El Palacio de la Memoria. Es impresionante que a pesar de todos los cambios que conoció China en los siglos su legado sigue vivo y el actual Instituto jesuita de estudios Chinos en Pekín, o Beijing, alberga la mayor biblioteca internacional sobre ese país. Cuando uno entra a ese lugar, que está en medio de un edificio moderno, el pasillo reproduce o más bien conserva un callejón de los que ya fueron destruidos en la ciudad, un hutong. La gente que entra ya desde el primer paso aprende algo antes de que se lo digan o de que lo lea. Hay un rincón tibetano con banderines que son ofrendas y plegarias y otro con cerámicas a la mano, algunas tan antiguas como de tres mil años. Y ese es uno de los principios de la educación jesuítica, aprender con todos los sentidos.

La idea ya está en Los ejercicios espirituales de San Ignacio, que marcó al arte de toda una época y dio al barroco una razón de existir trascendente y que es donde se aprende cómo llegar a Dios a través de todos los sentidos. Pero se extiende a una idea pedagógica general en la que todas las artes importan. Todo comunica y enseña. Muy pronto hubo miles de jesuitas en el mundo y en el momento de la muerte de San Ignacio ya había más de cien Colegios. Muy pronto varias Universidades.

La idea de no estar subordinados a un solo rey fue posible al crearse como una orden, una sociedad, que obedecía antes que nada al Papa. Eso les dio una gran independencia que nunca dejó de crear incomodidad en los poderes de los reyes de su tiempo. Y casi como un producto lógico de ese espíritu fue creciendo la idea de volver independientes a los países colonizados del mundo. Incluyendo por supuesto a este país.

El primero en usar la palabra Mexicano para designar a todas las clases sociales de todos los orígenes y de todas las razas, y no tan sólo a los de origen náhuatl, fue un jesuita y lo hizo cuarenta años antes de la guerra de independencia. Francisco Xavier Clavijero. Su libro principal sobre México fue fundador de una idea de nación como confluencia donde el reto mayor, la osadía mayor no era vencer y matar sino atreverse a estar de acuerdo.

Pero tuvo que ser terminado en el exilio, con su autor perseguido por los poderes. En él se hace evidente como había ido madurando hasta de manera implícita un proyecto de Independencia sin guerra. En una Nueva España donde los colegios se entrecruzaban con las haciendas y las misiones,  y se tendía a la conformación de una élite preocupada por crear pluralidad y, sobre todo, confluencia de esa pluralidad se creo un gran proyecto de sociedad.

Pero 233 años después de su fundación, en 1767, un rey convenció a un papa débil y todo ese proyecto fue reprimido, anulado, expulsado, no sólo de México sino de casi todo el mundo. La orden de la Compañía de Jesús fue suprimida a la misma hora en todos los países y todos los jesuitas, con las pertenencias que tenían en la mano, arrestados y expatriados. El proyecto de sociedad, de ciencia, de arte,  y de civilización barroca impulsado o más bien formulado por el impulso jesuita fue abortado. Hubo incluso un proyecto de ciencia tan avanzado que, de no haber sido clausurado por los poderes de su tiempo, la física cuántica hubiera sido descubierta siglos antes inspirándose en la ciencia deductiva del jesuita Atanasius Kircher.

Imaginen lo que, desde el punto de vista de los recursos materiales y espirituales de un país hubiera sido ahorrarnos un siglo de guerras y que en vez de festejar ahora como héroes a hombres armados festejáramos en su centenario a pedagogos, emprendedores, luchadores de derechos humanos, científicos y artistas.

Bueno, ese espíritu, ese fantasma, esa aventura de transformación del mundo es el que está en el ADN de esta Universidad y es parte del fantasma que ustedes y yo compartimos. Es el mismo fantasma que hizo a mi bisabuelo, sonorense de finales del siglo XIX y principios del XX desear que sus hijos tuvieran la mejor educación posible y llevarlos en un largo viaje al Colegio jesuita más cercano, en la ciudad de Saltillo. A un Colegio construído como himno a la restauración de la Compañía y que por eso lleva en la portada, sobre un friso de piedra, una imponente Ave Fénix. Símbolo de nuestro fantasma renaciendo de sus cenizas. Cuando muchos años después, ya casado y con hijos mi abuelo emigró con su familia de Sonora en los años cuarenta se afincó un tiempo en Guadalajara y por eso mi padre estudió en el Colegio Jesuita que se llama Instituto de Ciencias. Y finalmente yo estuve en el Instituto Patria de la ciudad de México. En la familia había, sin decirlo y sin saber cómo formularlo, la sensación tremenda de compartir algo adquirido en esos colegios y que no es una idea abstracta. De nuevo nuestro fantasma. Para nosotros tenía que ver con un aprecio mayor de la verdad sobre el poder, del conocimiento sobre la riqueza, de la creatividad incesante como valor mayor.

Ayer, de casualidad encontré en la Feria del Libro del Palacio de Minería, en la presentación de un libro importante sobre Clavigero, a un ex rector de la Universidad, Enrique González Torres. Y, obsesivo en la búsqueda de nuestro fantasma, le pregunté si creía que hubiera algo en común en las instituciones educativas jesuíticas. Me confirmó inmediatamente su impresión de que sí. Aunque no lo tenía formulado. Y lo mismo me dijo hace unos minutos nuestro rector David Fernández Dávalos. Insistí en pedirle que tratara de hacer una formulación, aunque fuera aproximada, de eso que habita estas paredes, eso que nos habita y que tiene que ver con el ideal fundacional ignaciano. Me hizo una lista breve de principios íntimamente entrelazados:

Se procura, me dijo:
a.  El bien de los alumnos, su excelencia.
b.  El esplendor de la ciencia, del conocimiento.
c. El bien de la comunidad. Porque estamos rodeados de lo contrario, desigualdad e injusticia.
d. La idea de trascendencia de todo lo anterior (porque eso le da sentido a la vida). Quienes creen pueden llamar a eso: Ad Maiorem Dei Gloriam, Para la mayor gloria de Dios, como dice el lema de la Compañía.
Y algo muy importante también, concluyó el ex rector como colofón:
e. Una absoluta libertad de pensamiento y de expresión.


***

Es interesante que de una u otra manera los lemas de los colegios jesuitas parecen derivarse de esos principios. En el de mi colegio se enfatizaba la búsqueda de la excelencia: Quo mellius Illac: Hacia lo mejor. En esta Universidad se sostiene con una cita evangélica que “La verdad nos hará libres”. En todos los escudos escolares, abajo o arriba del lema, aparecen las imágenes principales del escudo de nobleza de la Casa de Loyola: Dos lobos rampantes a los lados de una olla. Esas imágenes están en la palabra misma LO (lobos) YOLA (y olla).

En la heráldica tradicional, la ciencia de los escudos, los lobos suelen ser signos de audacia. Y la olla o el caldero, uno de los utensilios más antiguos, es símbolo de tener casa pero también de las transformaciones que ocurren al fuego, en el interior de la olla. Es con fecuencia símbolo de sabiduría adquirida, cocinada y símbolo de luz. ¿No vimos hace un momento que cuando a Ignacio de Loyola le iluminó una idea brillante eso fue descrito como “cobrar lumbre” de una lección? Cobrar lumbre, la olla al fuego adquiriendo luz. Hasta en Tolkien, el autor de El Señor de los Anillos, hay un mago que cocina dos sopas: en un caldero luz dorada y en otro luz plateada.

El fantasma quijotesco que nos une lleva este escudo enigmático con el que nos habla y que podemos leer también como el reto de ser doblemente audaces y buscar la transformación de nosotros mismos y de los otros, buscar la luz. Eso es parte de lo que nuestro fantasma llamó en vida, como mencioné, “un deber de inteligencia.”

Dije que no les daré consejos. Y me doy cuenta de que eso también tiene que ver con una idea jesuítica de que hay cosas de la vida que no se enseñan pero sí se aprenden. Y con todos los sentidos. Las artes y hasta las ciencias y sobre todo las tecnologías funcionan así. Los artesanos aprenden del maestro artesano viéndolo trabajar y haciendo su propio método y camino en el oficio. Hasta los instrumentos a la medida de su mano tiene que hacer cada quien. Los del maestro no sirven para todos. Son para su cuerpo. Nosotros tenemos que hacer los nuestros a la medida de nuestras manos. Así cada uno de ustedes hoy tendrá que comenzar a hacerlo. Lanzarse a la vida es una de esas cosas que difícilmente se enseñan pero que necesariamente se aprenden. Adelante, es su turno.

Para concluir regresemos a nuestro escudo con sus lobos audaces y su olla de luz. Una idea fundamental en la educación jesuítica es entonces añadir luz. Eso tiene que ver con la constante educación de las élites que han hecho los jesuitas a lo largo de los siglos. Tan criticada por muchos. En los setentas se cerraron algunos colegios y se dejó la educación de los jóvenes que pronto tendrían poder de decisión en otras órdenes que no están habitadas por ese fantasma y no tienen en su ADN estos principios. Un comentarista, Diego Petersen, escribía hace poco en un periódico que el auge de la violencia y de los narcos en Monterrey por ejemplo, y en otras ciudades de nuestro país tenía que ver con el hecho de haber abandonado la educación de las élites a quienes los educan llanamente en el egoísmo.

Quienes hemos pasado por los colegios jesuitas sabemos algo fundamental: los privilegios ciegan. Todos los privilegiados, incluyendo a los que hemos sido becados, tenemos que añadir luz a lo que vemos porque no vemos bien. Es nuestro “deber de inteligencia”. Y una vocación de los colegios jesuitas ha sido siempre mostrar la necesidad de esa luz. De esa lucidez: un reto permanente que les invito a hacer suyo. Qué conste que no es consejo, es un desafío vital.

Muchas gracias.

Alberto RUY SÁNCHEZ


































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